Este próximo 7 de enero voy a cumplir siete años en Tijuana y, como cada año, me es inevitable pensar y hablar de ese suceso cuando decidí tomar una maleta y salir de casa a explorar la vida por estos rumbos.

Sé que a varios de mis amigos y conocidos ya los tengo hartos porque cada año se repite esta historia que, ahora en esta columna, voy a retomar. Y es que para mí sigue siendo un momento importante de mi vida que marcó todo lo que queremos entender a veces como destino.

En mi trabajo suelo recurrir a entrevistar a muchos de los migrantes que llegan a la ciudad y las preguntas constantes siempre son: ¿por qué emigraste?, ¿qué te llevó a salir de casa, dejar todo atrás y emprender un nuevo camino?

Entre estas historias lo más gacho que me he encontrado, obviamente, son aquellas historias que tienen que ver con desplazamientos forzados, ya sea por la violencia y el crimen organizado, o porque las condiciones socioeconómicas no son las adecuadas para una familia.

Uno de los factores que me llevaron a emigrar fue porque quería conocer en carne propia ese proceso de salir de casa con una maleta en mano y un chingo de sueños por delante, aunque eso significara comenzar de nuevo. Pero emparentado también por la sensación que me provocaba Tijuana por sí misma.

La frontera de Tijuana.

Tijuana es una ciudad que está en el imaginario colectivo de todas las personas que viven fuera de esta ciudad, ya sea por toda esa historia y leyendas negras de las que tanto se quieren desprender las nuevas generaciones, pero también porque esa condición de ciudad fronteriza genera un ‘no sé qué, pero que quién sabe’, que es magia pura.

A veces me resulta curioso cuando alguna persona todavía me sigue preguntando por qué me vine a esta ciudad, pese a que, como ya lo dije antes, voy a cumplir siete años aquí, y eso de alguna manera me hace sentir a veces todavía foráneo. Aunque también me resulta curioso cuando un amigo de antaño me dice: “Tu ya no te regresas a Morelia, ¿verdad?”

Morelia.

Contar mi historia como migrante no vale mucho a comparación de historias desgarradoras que me encuentro, sin embargo, mi condición de migrante me llevó a entablar una situación de consideración mucho más cercana con esas personas que entrevisto, porque la empatía se genera de forma mucho más natural.

Hace un par de días yo compartía en Twitter que se me hacía bien loco cómo hace justamente siete años, con todo y mi historial que traía a cuestas, tuve que tocar puertas, vivir en un departamento con un solo colchón y, muchas veces, comer solo una vez al día porque no encontraba trabajo.

Cosa que muchos me reconocieron como una historia de superación de vida, porque les decía que había cerrado el pasado 2021 trabajando para tres medios locales, luego de haber vivido tales circunstancias. Cosa de la que no me vanagloriaba, pero de la que sí me sentía agradecido no solo con la ciudad, sino con la gente que cree en mi trabajo.

Pero bueno, las cosas, como las historias, van y vienen de acuerdo a las circunstancias, y a final de cuentas, como dice el dicho, también cada uno habla de cómo le ha ido en la feria, sin embargo, sí creo que uno siempre tiene que ser agradecido de todo lo bueno que le pasa en la vida.

Y ya para no hacer el cuento más largo, voy a cerrar esta columna con una historia muy curiosa que me pasó justo cuando, por esos días en mi llegada, me la pasaba buscando trabajo.

Avenida Revolución.

Una historia que, por ser Tijuana, tiene mucho sentido, pero a la vez, mucho de interpretación personal, pues es la historia de cuando conocí al mismísimo Diablo en la avenida Revolución y se ofreció a ser mi primer gran amigo en esta ciudad. Así va la historia:

Por aquellos primeros días de enero de 2015, solía caminar todas las mañanas por la avenida Revolución con un montón de solicitudes de empleo, currículums y cartas de recomendación, esperando encontrar algún trabajo en las instituciones de cultura, librerías o sitios por el estilo que había por ahí y sus alrededores.

Uno de esos días, cansado de tanto caminar y fatigado de ver tantas caras largas ignorando mis peticiones de trabajo, me fui a buscar un espacio dónde refugiarme y me encontré con el Pasaje Sonia. Me senté ahí, solitario. Traía poco dinero en el bolsillo, tres cigarrillos en la cajetilla y una soda a medio tomar.

A los pocos minutos llegó un morro, un cholillo bien tumbado que traía unos cuernos de diablo tatuados en su cabeza rapada. Se sentó a mi lado, pero de lo fatigado que andaba no le presté mucha atención.

Después, de la nada, me pidió que le prestara cinco pesos. Los necesitaba para ir al cyber a ver un correo que le mandaría su novia. Eso me dijo. Se los di sin mucho aspaviento y se quedó sentado a mi lado, esperando a que su novia le avisara que ya tenía el correo en su bandeja. En ese momento pensé que lo peor que me podría pasar era que el cholillo me asaltara, pero no tenía mucho de valor conmigo, más que mi celular.

Mientras fumaba mi cigarrillo, el morro volteó hacia mí y me preguntó si le podía regalar uno. “Para no hacer tan enfadosa la espera”, dijo. Sin peros de por medio le di uno de los dos que me quedaban y fumamos juntos.

Luego de unos minutos, el morro me pidió que le diera un trago de mi soda y ahí sí ya salté un poco eufórico, le dije: “No chingues, carnal, ya estuvo, te di cinco varos, te regalé un cigarro y todavía me pides un trago de mi soda, ¡no mames! Es lo único que traigo para aguantar el rato”.

Después de soltarle mi perorata me temí no solo que me fuera a asaltar, sino que me sacara un fierro o me pegara un plomazo. Pero el morro se quedó atónito unos segundos y se paró, dio tres pasos hacia la Revolución y me soltó: “Sí, verdad, me estoy pasando de lanza, qué cabrón”.

Yo solamente me quedé en silencio, el morro se me quedó viendo y luego avanzó nuevamente hacia la calle. Antes de dar vuelta, se giró hacia mí, se quitó una sudadera que traía colgando en el hombro, me la lanzo y me dijo: “Chingón, carnal, gracias por el paro, ahí te dejo eso para que te alivianes del frío, me dicen ‘El Diablo’ y te acabas de ganar un amigo en Tijuana”.

Lo que mi compa no supo entonces, fue que por ese gesto se había convertido en mi primer nuevo mejor amigo en la ciudad… ahora pienso, que ironías de la vida que mi primer amigo en Tijuana fuera el mismísimo “Diablo”.

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