Hace un unos años, en 2018, cuando la caravana migrante mantenía su campamento en las instalaciones de la unidad deportiva “Benito Juárez”, en la Zona Norte de Tijuana, conocí a una tercia de hermanitas hondureñas y a sus padres. Con ellos terminé forjando una relación de amistad muy cercana, fuera de lo que corresponde como reportero.

Un medio para el que trabajé en esa cobertura me había pedido que me concentrara en contar historias más humanas, fuera de la agenda del día a día, y así fue como di con Lindsey, Sharon y Monserrat, que por entonces tenían 5, 6 y 7 años de edad.

Una ocasión en que reporteaba y tomaba fotos en el campamento las niñas se acercaron llenas de felicidad, y con sendas sonrisas pintadas en sus rostros, me pidieron que les tomara una foto junto a otra amiguita que jugaba con ellas. El resultado les encantó. La compartí en redes y varios amigos comenzaron a preguntarme quiénes eran y cuáles eran sus historias.

Regresé después a buscarlas, con la foto en mano me inmiscuí entre las áreas de juegos donde solían reunirse los niños y así, como detective, comencé a preguntar a cada uno de ellos si no conocían a esas niñas. Hasta que uno me dio una pista y por fin las pude encontrar tres días después.

Charlé con sus padres, les platiqué lo que tenía en mente, les pedí permiso para poder platicar con ellas y así poder contar sus historias.

Montserrat, la mayor, me dijo que quería ser doctora o maestra, aunque también le gustaba la fama y por eso había pedido que les tomara una foto la primera ocasión que nos encontramos.

Sharon me dijo que ella quería ser doctora porque su intención era ayudar a todas las personas y, sobre todo a los niños, para que estuvieran mejor.

A Lindsey, la más pequeña de las tres, lo que le interesaba era solamente volver a la escuela y tener amigas, reencontrarse de nuevo con su abuela, pero también pensaba un día poder dedicarse al ballet o hacer hula-hula.

Lindsey, Sharon y Monserrat – Foto: Manuel Ayala

Meses después de que todo esto de la caravana terminó, la madre de las niñas se comunicó conmigo para darme la buena noticia de que ella y las tres menores habían logrado obtener el asilo en Estados Unidos, estaban reunidas en casa de la abuela. Las pequeñas estaban felices después de más de 40 días caminando del sur al norte y de dos meses en un campamento insalubre.

Traigo esta historia a colación por todo lo que vemos recientemente en las fronteras norte y sur, en donde el espectáculo cruel e inhumano ha sido la constante en contra de migrantes haitianos y centroamericanos. No dejo de pensar en las niñas, niños y adolescentes migrantes (NNA) que se ven envueltos en medio de toda esta situación.

Indignante fue ver, por ejemplo, a un padre haitiano tratando de evadir a un grupo de personas de migración en Tapachula, Chiapas, y después siendo sometido frente a su hijo que, atónito, solamente mira la escena sin saber qué hacer y después rogaba que no lastimaran a su padre.

REUTERS / Go Nakamura

Indignante fue ver también a bebés en brazos de padres o madres por encima del río que divide a Del Río, en Texas, con México, mientras otros corrían tratando de evitar a los agentes fronterizos montados a caballo, luego de que pasarán a territorio mexicano por víveres para poder alimentarse.

Desafortunadamente “los niños están siempre presentes en todas las crisis sociales”, como lo recalca el periodista Leonardo Tarifeño en su libro No Vuelvas (Anagrama, 2018), y esta ocasión no ha sido la excepción, como no lo ha sido tampoco su tratamiento en los medios de comunicación, en donde la niñez migrante sigue sin cobrar un espacio relevante ni significativo.

Las notas que se han desprendido de estos flujos, movimientos e interacciones migratorias de forma reciente en ambas fronteras del país, siguen teniendo una connotación y una visión adultocentrista que deja de lado el pensar, el sentir y el decidir de los menores que están involucrados en todos estos aspectos.

La periodista Lydia Cacho. FOTO: ANDREA MURCIA /CUARTOSCURO.COM

En una charla con la periodista Lydia Cacho, en noviembre de 2020, ella resaltaba que la realidad no puede ser retratada sin las voces, miradas, sentimientos y hechos políticos de las niñas, niños y adolescentes, por lo que en los medios de comunicación debíamos “reaprender a hacer periodismo”, empezando por aprender a sentarnos y escuchar a los menores y así poder entender por lo que están pasando y pensando.

Para la periodista, en estos tiempos de tanta confusión es fundamental escuchar a los niños desde su libertad y la posición en que se encuentran, puesto que los niños tienen una condición de ciudadanía reconocida en la ley que no se está tomando en cuenta.

“Las infancias y juventudes poseen una forma de sentir y expresar su ruta migratoria; sin embargo, no han existido esfuerzos visibles por preguntarles al respecto”, destaca la investigadora Porfiria del Rosario Bustamante en su artículo El lugar de las niñas, niños y adolescentes migrantes en el norte de México (Nexos, septiembre 2021).

Uno de los problemas en este sentido, es que se tiende a creer que los niños mienten por naturaleza, que todo lo inventan, que no todo lo que dicen es realmente como es o que tienden a magnificar las cosas y como adultos se les tiende a dejar de lado o a no tomarlos en serio.

Migrantes en busca de asilo son escoltados fuera de la maleza después de cruzar el río Grande hacia los EEUU desde México en Peñitas, Texas. REUTERS/Adrees Latif

Sin embargo, como afirma Cacho y periodistas especialistas en la niñez como Kennia Velázquez, se tiene que generar un rompimiento con ese discurso adultocentrista y comenzar a reconocer el poder de la voz que puede tener un niño o niña para que podamos ayudarles.

No se trata pues, como coinciden también mis colegas, de que nosotros como adultos hablemos de los niños y adolescentes desde una visión de adulto o con un lenguaje construido para los adultos. Sino de que sean ellos los que de su viva voz nos cuenten la historia, sus historias. Y que estas sean sin filtros, de manera que ellos se vean identificados, pero, sobre todo, representados.

De acuerdo con el Informe sobre las Migraciones en el Mundo 2020, elaborado por la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), al cierre del 2019 había aproximadamente 272 millones de personas migrantes en el mundo. De esa cifra de migrantes, 33 millones eran niños o adolescentes, según la Unicef.

Una cifra que no es cosa menor y que con mayor razón nos obliga a los periodistas y medios de comunicación a incluirlos y tomarlos en cuenta de forma más seria porque si no, no vamos a terminar por entender lo que pasa con ellos y así con todos los grupos minoritarios.

FOTO: ISABEL MATEOS /CUARTOSCURO.COM

Como señala la periodista Elizabeth Velázquez, también especialista en temas de niñez: “por más empáticos que seamos, no vamos a terminar por entenderlos si no los escuchamos, por eso dejémoslos hablar y escuchemos, pero siempre con un enfoque de respeto y protección a sus personas”.

Tenemos pues que aprender a comenzar a escribir nuevas narrativas que permitan a los lectores entender de una nueva forma las migraciones. Porque, así como los flujos y tránsitos migratorios están cambiando, las formas de entenderlos y de narrarlos también deberían transformarse para no caer en sensacionalismos.

En el caso de las niñas, niños y adolescentes, hay que empezar primero por entender que, como dice la escritora Valeria Luiselli en su libro Desierto sonoro (Sexto Piso, 2019), “los niños no buscan el Sueño Americano, como suele decirse. Los niños buscan, simplemente, una escapatoria a una pesadilla cotidiana”, y a partir de ello comenzar a construir sus realidades.

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