Llega un momento en la vida en que los sueños se truncan.

El barco en el que naufragamos topa con marea alta, a veces insospechada. La navegación se complica y el barco se hunde. Quedamos solos y expuestos en medio del océano, solamente con un chaleco salvavidas.

El instinto de supervivencia nos hace mirar hacia todos lados, tratando de encontrar algo para mantenernos a flote. Sentimos que el mar nos ahoga y que en algún momento iremos de lleno hacia el fondo sin poder hacer ni decir nada.

En lo único que pensamos es en cómo fue que llegamos ahí, cómo fue que no previmos el temporal. Nos damos cuenta de que confiamos tanto en los demás y nos dejamos llevar por nuestras emociones, que no hacemos caso a nuestras señales pensando siempre que todo va a estar bien.

En medio del océano todo es frío y oscuro. No hay señales de nada y no pensamos que alguien pueda acudir a nuestro rescate. ¿Quién podría saber que estamos en la inmensidad de la nada si no podemos siquiera gritarlo? Llegamos a pensar que es inútil hacer algo para salvarnos.

De repente en la oscuridad de la noche uno encuentra a alguien que te tiende una correa para salir de ese mar de ideas, pero no es lo suficientemente fuerte para tirar de ella y poder salir adelante. Por más intentos que se hacen la soga se rompe y la persona desiste, dejando todo atrás.

Regresa entonces la incertidumbre y las horas parecen días y los días parecen años. A lejos escuchas voces de aliento, como si te dijeran que puedes salir avante, pero la oscuridad no te deja percibir de dónde viene todo aquello.

Después de tiempo recuerdas que sabes nadar o te das cuenta que el instinto de supervivencia es seguir adelante y comienzas a patalear, a mover los brazos y te impulsas con tu propio cuerpo. Manoteas y pataleas tratando de encontrar nuevamente el sentido y coordinación de tus movimientos.

Avanzas unos cuantos metros y eso te anima a seguir manteniendo el impulso. Tiempo después, a lo lejos vislumbras una luz en tierra firme, pero estás un poco cansado de tanto maniobrar con tu cuerpo y tu mente parece estar a punto de estallar.

Miras lejos ese panorama y comienzas nuevamente a sabotearte, a no creer que puedes lograrlo.

Hay quienes ahí terminan su camino, desisten y se dejan arrastrar por la marea. Pero tú no desistes. El barco se puede perder, pero tú no, porque aprendiste que las cosas y la vida no se pierden así de fácil.

Eso te lleva a recordar que allá en tierra firme están los sueños que querías encontrar antes de que el barco en el que naufragaras se fuera al fondo del mar.

Como puedes sigues nadando, a pesar del dolor que ya siente tu cuerpo por tanto esfuerzo y a pesar del poco pulso que aún queda en tu corazón.

Pasan días y noches y sientes nunca llegar, pero está el deseo de salvarte, de no morir ahogado en la soledad del océano, en el frío mar de la vida. Y cuando menos lo esperas tus pies comienzan a tocar tierra firme, esa que por días, semanas, meses o años estuviste esperando tocar.

Entonces comienzas a recobrar la conciencia y cuando has superado el agua del océano comienzas a correr lleno de alegría porque te salvaste de morir ahogado, pero con la certeza de que no fue nada fácil hacerlo.

Bajo una palmera, con tu corazón ya reestablecido y la luz radiante del sol posando en tu rostro, te encuentras con los sueños que también te estaban esperando. Te abrazan eufóricos y una vez que has guardado la calma, decides que es necesario recobrar una nueva vida y no volver a mirar atrás.

 

Bonus:

Yo sueño que estoy aquí,

destas prisiones cargado;

y soñé que en otro estado

más lisonjero me vi.

¿Qué es la vida? Un frenesí.

¿Qué es la vida? Una ilusión,

una sombra, una ficción,

y el mayor bien es pequeño;

que toda la vida es sueño,

y los sueños, sueños son.

– Pedro Calderón de la Barca.

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