Desde tiempos inmemoriales, el uso del lenguaje se ha utilizado como un arma de manipulación que, en la actualidad, se ha convertido en una estrategia imprescindible debido al impacto mediático que se necesita para mantener el poder.
Digo esto a colación porque, al menos en un pasado reciente, desde las esferas y las instituciones, se ha venido manejando un lenguaje para designar ciertas cosas o problemáticas, más a modo acomodaticio que para designar una realidad palpable.
Me llamó mucho la atención que el pasado miércoles, en una ceremonia de apertura de la Semana de Seguridad y Paz en Tijuana, en la que participaron los tres órdenes de gobierno, la Secretaría de la Defensa Nacional (SEDENA), exhibiera dos mantas con los rostros y nombres de 115 personas que presuntamente han cometido delitos, a los que nombran como “generadores de violencia”.
Mi sobresalto devino por esa facilidad con la que, las autoridades encargadas de la seguridad, se han empeñado en designar y englobar a todo aquel que comete un delito doloso como un “generador de violencia”, cuando cada uno de ellos atiende a un rango y categoría de violencia y punibilidad muy distinta entre sí.
Además de que, la gran mayoría de ellos, han cometido delitos cercanos o relacionados con lo que tiene que ver con el crimen organizado, que tanto ha lacerado a la sociedad.
Me llama la atención porque, cuando se habla de “generadores de violencia”, se deja de lago ese rango que puede tener una persona sobre otra poniendo a todos como en tabla rasa sin dejar a la perspectiva y conocimiento de la ciudadanía quién es más peligroso que quién, y sobre de quiénes deben estar más interesados las autoridades.
Cuando se habla de “generadores de violencia”, uno también puede pensar que estos sujetos son aquellos que generan violencia en el hogar, hacia las mujeres, las minorías o cualquier cosa que suponga esa violencia.
Pero cuando se trata de objetivos que están ligados al crimen organizado, que es en este caso, ¿por qué juntarlos a todos en un mismo concepto cuando, sabemos, no es lo mismo ni adquiere el mismo nivel de relevancia un halcón, un tirador, un sicario, un jefe de plaza o un líder de célula criminal?
La respuesta está en el uso del lenguaje y en “la perversión de no querer nombrar las cosas por su nombre”, como bien señala la profesora de Filosofía en la Universidad Complutense de Madrid, Ana Carrasco-Conde, en su artículo del mismo nombre, porque muchas veces nombrar la realidad incomoda, sobre todo, cuando de responsabilidad de transformarla se trata.
La especialista dice que, cuando esa realidad o lo que dicho por su nombre resulta “malsonante, doloroso, obsceno o soez”, se tiende recurrir al eufemismo, y el hecho de nombrar como “generadores de violencia” a los sicarios, criminales y líderes del crimen organizado no es más que un eufemismo, el cual se utiliza para decir “de forma bella” lo que a la sociedad le adolece.
Cuando se utiliza un eufemismo en el lenguaje, no se hace precisamente para falsificar la realidad, pero sí se utiliza como un recurso para hacer de esa realidad algo menos duro de asimilar, deformarla hasta cierto sentido que las personas no lo sientan como realmente es, dice Carrasco-Conde.
Situación que de manera directa condiciona cognitivamente al interlocutor, para que, de manera despistada, pierda atención sobre la problemática que, a través del lenguaje, se ha designado.
Es decir que, al utilizar un eufemismo como “generadores de violencia”, a lo que se está recurriendo es a hacer más ligera una problemática en la que perpetúa el sicariato y el crimen organizado que, sabemos, en muchas ocasiones conllevan a una correlación aliada con fuentes del poder, incluso con quienes se dicen la están atacando.
El problema, dice la especialista, es que en el hecho de no llamar a las cosas por su nombre “deja en realidad atrás el eufemismo: invisibiliza la realidad que con ella se camufla. El nombre sobrevenido, que no corresponde con lo que es, no deja ver la cosa porque la sobrescribe y la desplaza a un contexto en el que su verdadero sentido queda ocultado por la manera”.
“No llamar a las cosas por su nombre es hacerlas invisibles, ocultarlas y desposeerlas de la posibilidad de enmendarlas. Si un nombre designa una cosa y al signarla la sitúa en un marco de sentido de una comunidad lingüística, cuando el nombre no es el adecuado se produce un sesgo cognitivo que acalla lo que realmente sucede”.
En su artículo ¿Llamamos las cosas por su nombre? La especialista en Psicología del Lenguaje, Elisabeth Verdejo Castelar, pone como ejemplo otro tipo de eufemismos que son utilizados en la actualidad para designar cosas y rebajarlas a lo que refieren en su problemática y contexto real.
Por ejemplo, señala, a los pobres se les llaman “carentes”, o “carenciados”, o “personas de escasos recursos”; la expulsión de los niños pobres por el sistema educativo se conoce bajo el nombre de “deserción escolar”; el derecho del patrón a despedir al obrero sin indemnización ni explicación se llama “flexibilización del mercado laboral”.
O tenemos también que, a las torturas se llaman “apremios ilegales”, o también “presiones físicas y psicológicas”; cuando los ladrones son de buena familia, no son ladrones, sino “cleptómanos”; el saqueo de los fondos públicos por los políticos corruptos responde al nombre de “enriquecimiento ilícito”.
En otros aspectos, nunca se dice muerte, sino “desaparición física”; y tampoco son muertos los seres humanos aniquilados en las operaciones militares: los muertos en batalla son “bajas”, y los civiles que se la ligan sin comerla ni beberla, son “daños colaterales”.
Verdejo Castelar asegura que “el lenguaje manipulador evita el razonamiento”, y eso es lo que parece que las autoridades hoy en día se han empeñado, en manipular, maquillar y rebajar ciertas problemáticas que, con el tiempo, han ido ganando fuerza e, incluso, han rebasado a las propias autoridades.
“Las personas somos seres que utilizamos el lenguaje como principal medio de comunicación por lo que el hecho de nombrar algo, el ponerle nombre, nos permite identificarlo”, dice la psicóloga Mar Lluch Quevedo en su texto La importancia de llamar a las cosas por su nombre.
Porque en el hecho de nombrar e identificar, “nos permitirá desarrollar los siguientes pasos que tienen que ver con la actuación, y no solo a modo de sanción o penalización, sino también a modo de prevención, de actuación dirigida a evitar”.
Quien agrede a una persona es un agresor, quien la maltrata un maltratador, quien la viola, un violador, quien no ofrece un sueldo digno es un explotador, quien asesina es un asesino y quien se dedica al crimen organizado es eso, un criminal.
“A veces no queda más remedio que apelar a la crudeza del lenguaje y que donde hay eufemismos y frases hechas, comparezca el dolor y la grieta en frases deshechas. Aunque no guste oírlo”, dice Carrasco-Conde y yo estoy de acuerdo en ello.
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