Dice Alan Watts, en su libro La cultura de la contracultura (Kairós, 2001) que cuando uno alcanza una conciencia plena, es capaz de entender que el destino no es aquello que la vida nos tiene preparado para el futuro, sino que es algo capaz de irse construyendo con base en nuestra existencia.
Es decir que, uno alcanza un grado de comprensión en el que entiende que las cosas no suceden por casualidad, sino que con nuestros actos, con nuestras circunstancias y con nuestras decisiones, vamos encausando nuestro camino.
Pensar que eso uno lo puede ir moldeando desde la infancia resultaría imposible, sobre todo porque vivimos en una sociedad en la que desacreditamos los pensamientos de los niños y, contrario a dejarlos que ellos vayan moldeando su espectro, somos los adultos los que generalmente vamos enfocando sus andares de acuerdo a nuestras circunstancias.
Con esto quiero decir que, en mi caso, resulta curioso cómo hubo ciertos aspectos de mi infancia que ahora me dan motivos y respuestas para saber o tratar de entender por qué soy hoy lo que soy y por qué me dedico a lo que me dedico, valga la redundancia.
Cuando era morrito yo no quería ser periodista, ni mucho menos pensaba en dedicarme a ello. Primero pensé en que quería ser pintor, luego cirquero y viajar por el mundo con los circos, luego futbolista, y de ahí otras profesiones y oficios como boxeador, trailero, extreme biker, rockstar y hasta militar (aclaro, quería ser piloto aviador militar).
Hace un par de semanas cumplí oficialmente nueve años como periodista en medios tradicionales. Y digo oficialmente, porque desde hace 17 años lo he venido haciendo de forma independiente o underground en medios alternativos, y eso me llevó a recordar tres cuestiones de mi infancia que aquí les comparto y que, de alguna manera, me dan una idea de que ese “destino” ya estaba inscrito en mi vida, solo que lo fui moldeando.
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Cuando cursaba los primeros años de primaria, solía llevarme a casa los libros y revistas que teníamos en la pequeña biblioteca del salón de clase para nuestro esparcimiento en la lectura. Eran las ediciones del Programa Nacional de Lectura y Escritura llamado Libros del Rincón, creado a mediados de los ochenta para los alumnos de las escuelas públicas de educación preescolar, primaria y secundaria.
No los llevaba a casa porque fuera un lector voraz, sino porque me fascinaba jugar e imaginar con ellos que tenía mi puesto de periódicos y revistas.
Tras varios días de ardua labor lograba juntar tres o cuatro ejemplares, tomados con o sin permiso. Emocionado corría a la casa de mis abuelos o a la tienda abarrotera del vecino para conseguir una caja de madera donde transportan los tomates.
La caja la colgaba en la pared de un espacio pequeño a un costado de las escaleras de mi casa y de manera solitaria imaginaba infinidad de cosas con esos materiales: las novedades libreras, las revistas y periódicos más influyentes del mundo, los cómics más raros e inconseguibles, todo ello cabía en mi pequeño estante.
Cuando me hartaba de tener las mismas portadas y objetos en casa, los regresaba a la biblioteca del salón y comenzaba de nuevo con otros títulos.
Me atraían de sobre manera los dibujos y trazos que ahí se mostraban y, aunque nunca leía ni los títulos, me pasaba horas y horas hojeando esas revistas porque solía imaginar también que era yo quien hacía esos dibujos y quien escribía aquellos artículos.
No sé exactamente cuánto tiempo estuve al frente de ese juego en solitario, quizá toda la primaria o solamente los primeros tres años. Era común que complementara esa afición visualizándome con un portafolio en el brazo, como el que tenía mi padre, y una libretilla (elementos que más adelante pude tener físicamente) donde apuntaba y dibujaba cada cosa que veía al paso.
En mi libretilla solía registrar aquellos elementos que podía atrapar en mi mente cuando viajaba y recorría la ciudad con mi familia o mi padre. Me llamaban mucho la atención los anuncios y espectaculares montados en las paredes de los comercios.
Trataba siempre de leer todo lo que se me interponía al paso y apuntaba lo que no entendía para después preguntárselo a mi padre. Me distraía continuamente con los grandes aparadores de las tiendas comerciales, aunque en realidad lo que más podía enloquecerme era encontrarme al paso algún puesto de periódicos.
* * *
Durante esos tiempos escolares primarios, unas incontenibles ganas de devorarme al mundo me habitaban ferozmente. Los juegos con los amigos de la cuadra no me llenaban del todo. La calle me era insuficiente. Los andares en mi bicicleta por todo el pueblo me resultaban muchas veces tediosos y aburridos.
Necesitaba algo más, que contuviera en sí mismo una mayor carga y tensión que me permitieran echar a andar la imaginación, y eso lo encontré en los viejos. En los más rucailos y cascarrabias de mi barrio, gracias a que un día sin quererlo ni pretenderlo pude escuchar una de las tantas historias que se contaban entre sí.
Esos señores de corazón blando y vocabulario florido solían reunirse en la esquina de mi calle. Ahí tenían ya sus bancas montadas y sus espacios reservados.
Los morrillos sabíamos bien que a determinada hora había que desalojar aquella área porque en cualquier momento salían los viejos para postrar sus “nalgas de tabla” en aquel sitio.
Su rol diario era juntarse para jugar baraja y dominó mientras cada uno de ellos contaba sus aventuras. Algunos contaban sus historias de cuando eran jóvenes, otros sobre sus múltiples amoríos, algunos más sobre la encomienda del campo, y otros tantos sobre sus vidas locas y bohemias.
Pero la chispa, el sentido del humor, la aventura inherente, los rasgos comunitarios, las manías ancestrales, y sus formas de predecir el tiempo en cada una de sus narraciones eran los que me tenían aferrado cada tarde en el pueblo.
Eran una costumbre y hasta una especie de ritual esas reuniones. Después de comer salíamos a la calle con mi hermano Erick para jugar fútbol con los compillas o a las maquinitas en la tienda del vecino.
La mayoría de las ocasiones me instalaba ahí a los pies de los cascarrabias, en la banqueta, y eso parecía no molestarles. Siempre boquiabierto y con el oído muy atento. Incluso a veces llegaba a pensar que ni siquiera se daban cuenta de mi presencia. Cuando algún problema surgía con morrillos de otros barrios, eran los primeros que salían al quite para ahuyentarlos.
Era tanta la atención que prestaba a sus historias que, cuando se llegaba la noche, regresaba alegremente y entusiasmado a casa por todo aquello que había logrado captar durante la tarde, para imaginarlo nuevamente mientras conciliaba el sueño.
Ese encuentro con los más viejos de mi cuadra se tornaba un espacio demasiado íntimo. Todas las historias las guardaba completamente para mí y nadie más era partícipe de ello en mi encomienda ilustrativa.
* * *
Quizá fue un sábado, un vienes o un domingo. Como a las 4 o 5 de la tarde, o un poco más temprano, en la plaza del pueblo como escenario principal. Mis primos, hermanos y una tía, se metieron a la tienda de un abuelo de uno de mis amigos. Yo me quedé afuera esperando a que salieran.
Pero hubo algo que llamó tremendamente mi atención: el papá de otro de mis amigos se encontró con un señor a mitad de calle y comenzaron alegremente a platicar.
Lo que me atrajo de la otra persona, al momento de hablar, fue que mezclaba demasiado el español con el inglés (muchos años después vine a saber que a eso se le llamaba “spanglish”), lo que sin duda era algo nuevo para mí.
Me acerqué un poco a ellos para escucharlo platicar. El flujo de las palabras, la entonación y la rapidez con que hablaba esa persona me tenían atrapado. No entendía por qué esa persona hablaba así.
¿A caso tenía la lengua pegada al paladar o simplemente no había aprendido muy bien el español? Me cuestionaba sin encontrar una respuesta.
Estaba tan embobado con su plática y no me di cuenta que mis primos ya habían salido de la tienda. A lo lejos escuchaba solamente el murmullo de sus risotadas, pero no había quién me sacara de aquella ensoñación. Hasta que pude escuchar un estruendoso grito mencionando mi nombre y solamente así logré salir del trance para correr petrificado hacia donde se encontraban ellos.
Me recibieron burlándose de aquel acto. Me dio un poco de pena y me quedé callado. Ahora mismo recuerdo bien cómo me veían los señores, con miradas de “pinche escuincle chismoso”.
Y eso, “eres un chismoso Manuel”, fue lo que me dijeron mis familiares entre risas burlonas. Yo seguía sin entender nada, quería que alguien me explicara aquello. Pero no encontraba comprensión en ninguno de los que me acompañaban.
Durante el camino de regreso a casa, los primos y hermanos no dejaban de joderme por aquella situación que a ellos les parecía tan bochornosa. Hasta que a uno de mis primos se le ocurrió decir que yo parecía periódico, por “chismoso y entrometido”.
Entonces me apodaron como “El Periódico”. Así me dijeron durante muchos años, era el apodo con el que me nombraban, todo gracias a que no perdía aquella costumbre de embobarme e inmiscuirme en las charlas de personas que incluso ni yo conocía.
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Hace un par de días, cuando cumplí nueve años como periodista, compartí una foto en la que estoy en el chacaleo con mis amigos y colegas periodistas y una de mis hermanas me dijo que le había recordado a aquellos días en los que me decían el periódico. “Ya lo traías desde chiquito”, me dijo.
No creo en el destino, pero sí creo que las cosas no son casualidad. Quizá por eso nunca pude ser pintor, cirquero, rockstar, futbolista, militar o todo eso que pensé cuando fui niño y luego adolescente, porque más tarde me encontré con el periodismo y se me hizo vicio.
Bonus: “Nunca se van a acabar las historias si eres curioso”, Gay Talese.