En un pick up de redila, acompañado de ocho o nueve compañeros de otros estados de la república mexicana y del mundo, viajamos al Caracol Roberto Barrios, en Palenque, Chiapas.
Partimos de la Universidad de la Tierra-Cideci, en San Cristóbal de las Casas.
En el camino me sorprendió la cantidad de topes continuos que había en la carretera, distanciados unos 30 metros el uno del otro.
Los constantes brincos, contrastaban con el sonido de la selva que absorbía como calma la noche; solo el ruido de insectos y de vez en cuando de monos se percibían.
Tras casi tres de horas de trayecto, el conductor se detuvo en una gasolinera a comprar un café y una soda que se volvieron uno.
El compa llevaba gran parte del día transportando alumnos a los diferentes caracoles zapatistas, kilómetros acumulados que ya habían consumido gran parte de su fuerza.
La mezcla de cafeína y azúcar hicieron su efecto, por lo menos para avanzar los 120 minutos restantes.
Casi al llegar, en medio de una carretera que lucía pequeña ante lo alto de los árboles, se empezó a vislumbrar a los costados filas de mujeres, niños y hombres que formaban una especie de túnel que no era silencioso, sino de aplausos, de recibimiento a nosotros, a los que acudimos a aprender a la Escuelita Zapatista.
Tal vez esa fue la primera enseñanza, el ver cómo no importó el frío de la media noche para esperarnos, para abrazarnos.
Una vez que arribamos al Caracol Roberto Barrios, comenzaron a destinarnos con diferentes familias zapatistas: ahí serían nuestras clases.
Fue a casi a una hora del Caracol que se encontraba la familia que me recibió.
El padre y la madre, acompañados de cinco pequeños que tenían entre 2 y 9 años de edad, tres niños y dos niñas, fueron mis docentes por una semana.
Una casa hecha de madera, con hamacas y un patío rodeado de sembradíos de maíz y aguacate era el campus.
Tras dormir un rato, Rigoberto, el papá, me despertó a las 05:00 horas para tomar café y galletas. Teníamos que ir a preparar un espacio del cerro para poder sembrar.
Los primeros veinte minutos de camino fueron en otro pick up redila que pasó por nosotros, luego tuvimos que caminar por la selva, después nos quitamos las botas, doblamos los pantalones hacía arriba para poder atravesar un río.
Tras ello, por fin llegamos al lugar: el verde dominaba todo, la naturaleza como único gran paisaje.
Con el machete se comenzó a trabajar, a cortar la hierba que ya no servía. Nos teníamos que cuidar de las serpientes y asegurarnos que el suelo quedase lo mejor preparado para recibir las semillas.
Tomamos pozol, bebida de tono blancuzco echa a base de maíz.
El regreso fue igual de complicado, de nuevo caminar por la selva, cruzar el río, hasta poder llegar al pick up que nos regresaría a casa.
Al arribar fuimos recibidos con el mejor caldo de pollo que he comido. Seguramente no se debió al hambre que cargaba, sino a lo fresco de los ingredientes, animales bien alimentados, sin ser congelados y verduras que no eran transgénicas. En la comida yacía otra enseñanza.
Tras reposar los alimentos, ya por la tarde, nos sentábamos en las hamacas a leer los libros que se nos entregaron en la Universidad de la Tierra-Cideci.
Los textos que no contenían citas académicas o estudios de colegios, narraban el trabajo de la comunidad zapatista, el cómo se organizaban.
Ahí, a la par de lo vivido en el campo, comprendí aún más la importancia de la tierra, la lluvia, los animales, la naturaleza.
Luego de leer caminamos por sembradíos que pertenecían a personas que no eran de la comunidad zapatista, ahí pude observar el daño que causan las semillas transgénicas, dejando la tierra inservible por años.
Por otro lado, en los campos zapatistas lo alto de las mazorcas y aguacates poco más grandes que una pelota de beisbol adornaban el camino.
Esta información que debería ser primordial para cualquier ser humano, ya que dependemos de la tierra y los frutos que da para alimentarnos, no se aborda en las escuelas públicas.
Al día siguiente, volvimos al campo, continuamos con la limpieza del mismo y al terminar regresamos a casa.
Se leyó el otro libro de experiencias zapatistas, se profundizó en el autogobierno, en la relevancia de turnar los puestos entre hombres y mujeres, en no darle a los que gobiernan sueldos o ganancias que marquen diferencia, a ser equitativos.
También aprendí de su educación, sus costumbres, su visión de un mundo donde todos quepan, donde se respete a la vida en sus diferentes expresiones, culturas.
Pese a lo que el imaginario colectivo pueda pensar, las familias zapatistas son todo menos violencia.
Las armas nunca fueron tema, esas solo se usan para defenderse de la opresión del Estado, porque como dicen los compas, si vemos que nos matan y siguen matando, despojando de nuestras tierras, lo único que podemos hacer es frente a la injusticia.
Fuera de eso, se vive tratando de disfrutar la vida en armonía con el medio ambiente.
No necesité internet, ni televisión, solo trabajar. Familia y comunidad.
Las mañanas para trabajar, las tardes para convivir con la niñez, los animales, la guitarra, los compas.
Vi la selva imponente, la organización de las Juntas del Buen Gobierno.
Si nos conducimos de manera digna, con el corazón, no importa que tropecemos, porque el camino va enseñando.
Se avanza como el caracol, lento pero seguro.
La evaluación que plantearon al final del curso los compas zapatistas, fue la menos inesperada, pero al mismo tiempo reflexiva.
“Es la más difícil que usted se haya imaginado. No constará de un examen, una tesis o una prueba con opción múltiple; ni habrá un jurado, o un grupo de sinodales con títulos universitarios.
La evaluación la hará su realidad, en su calendario y geografía, y su sinodal será… un espejo.
Ahí usted verá si puede responder la única pregunta del examen final:
¿Qué es la libertad según tú-ustedes?”