El presidente López Obrador cometió un error garrafal al atacar, descalificar y pretender desprestigiar a la periodista Carmen Aristegui.
Desde la tribuna de la conferencia matutina propaló que Aristegui “simulaba”, la tildó de “conservadora”, que sus reportajes son “calumniosos”, que ha engañado “por mucho tiempo” y la etiquetó con sorna como “paladina” de la libertad de expresión.
El Ejecutivo Federal volvió a mostrar su talante autoritario y su intolerancia ante los medios y los periodistas que critican sus políticas o cuestionan las acciones y conductas de sus seres queridos.
Cuando el presidente AMLO asigna valores maniqueos de bueno o malo al trabajo de medios e informadores, cuando exagera sus juicios u omite información, cuando emplea un lenguaje incendiario y metáforas coloridas (“como buena periodista conservadora”), cuando abusa de una retórica emocional para describir hechos y acontecimientos, cuando sólo se enfoca en el aspecto que más le molesta de los demás, el mandatario se comporta irracionalmente y se autoengaña.
Los reportajes a los cuales se refiere el Presidente, retomados por muchos medios, involucran a su hijo José Ramón López Beltrán con empresas contratistas de Pemex. Pero en su toma de protesta, AMLO dijo que sólo respondería por su vástago menor de edad.
AMLO y sus seguidores, cuando están molestos con los medios y sus adversarios, cada vez más frecuente, olvidan la famosa reflexión de Epicteto: “lo que nos altera no son las cosas, sino nuestros juicios respecto a ellas”. Son los propios juicios del Presidente lo que lo alteran.
La “mañanera” es y se ha convertido cada vez más en un espacio para detonar la provocación -más que la polémica- en voz del Ejecutivo. AMLO impone a los medios su agenda, sus posturas, su moral y actos de fe; pero es una agenda de provocación, descalificación y polarización política y social.
Al margen de sus contrincantes políticos que los tiene todo gobernante en cualquier país, AMLO arremete contra los medios y los comunicadores a quienes considera oponentes de su movimiento.
Lo hace en un país que es el segundo a nivel mundial con más asesinatos de periodistas, atentados y agresiones contra la libertad de expresión. Ojalá fuera tan enfático en rechazar y actuar contra los crímenes de periodistas como lo es en acusar a conservadores y neoliberales de todos los males.
AMLO, funcionarios de su círculo cercano y seguidores tienen una noción distorsionada de que el periodismo debe ser de causa, siempre y cuando sea a favor de su causa política o ideológica. El periodismo de causa, de cualquier causa, termina decantándose hacia la propaganda cuando esas causas se transforman en consignas, lemas de gobierno o acciones de política pública.
Las declaraciones libertinas del Presidente contra quienes cuestionan sus políticas y a sus familiares son un caldo de cultivo para que otros gobernantes, personajes de la vida pública y empresarios se sientan legitimados y también descalifiquen a medios y reporteros, siempre para tender un velo de opacidad sobre sus políticas, decisiones y negocios.
Ahí está el gobernador de Jalisco, Enrique Alfaro, quien de forma recurrente descalifica, desvaloriza, intimida o agrede a representantes de los medios de comunicación, cuando en campaña prometió convertirse en “el primer fiscal para defender a los periodistas”.
Ahí está el empresario Ricardo Salinas Pliego, quien estalla contra la revista Proceso por reportajes que exhiben y documentan maniobras de sus empresas. Estos ataques son cada vez más frecuentes, más tolerados y cada vez más normalizados, pero son peligrosos.
Ahí está el académico John Ackerman, quien tuiteó que “los sicarios del narco son la contracara del sicariato mediático. Buscan desestabilizar a toda costa”, después de que se revelaran propiedades no declaradas por su esposa, la ex secretaria de la Función Pública. Hasta la Comisión Nacional de Derechos Humanos rechazó la estigmatización contra los periodistas y le pidió al académico conducirse “con civilidad y respeto”.
Estos ataques y expresiones irresponsables no se pronunciarían o tendrían un mayor rechazo social si desde la tribuna presidencial no se abonara con descalificaciones la deliberación pública.
En lugar de que el Presidente sea una figura de concordia y unidad, ha privilegiado la polarización política. El derecho a la información es el gran damnificado de la estrategia de encono que detona al más puro estilo de los populismos que construyen adversarios ficticios o reales.
La cizaña del Ejecutivo contra los medios germina en un espacio público larvado donde el periodismo sufre desprofesionalización y carece de empatía, hay ausencia de gremios fuertes y desvinculados del poder político que defiendan su quehacer, libertad de expresión y derecho a la información.
AMLO, quien enarbola la fraternidad universal desde las Naciones Unidas o la grita desde el balcón presidencial, carece de fraternidad e incita al odio cuando etiqueta, descalifica, polariza y busca desprestigiar a medios e informadores en uno de los países donde más sangre se ha derramado de periodistas y personas defensoras de derechos humanos, con una impunidad altísima.
No es que el trabajo de los periodistas, la línea editorial o incluso las consignas de un medio no deban ser exhibidas y cuestionadas, sólo que no le corresponde al Estado, ni a los gobernantes ni a los políticos en turno dictar directrices profesionales o éticas a la prensa.
El mal periodismo se combate con buen periodismo. Corresponde a los medios criticar a los otros medios y a los reporteros verificar y corregir los errores, sesgos, consignas políticas o comerciales de sus colegas.
Como la ciencia, el periodismo tiene sus propios mecanismos y herramientas de validación y refutación. Cuando el periodismo o sus hacedores se equivocan o son imprecisos, surge la oportunidad de investigar más, ejercer la réplica y fomentar el derecho a saber de la sociedad. Es ingenuo suponer que el periodismo es perfecto, que no existen comunicadores teledirigidos para atacar a un oponente o que el poder no busca confundir y desprestigiar cuando se le cuestiona.
No está en la naturaleza del poder velar por un periodismo más profesional, investigativo y verificado, sino propagar ideologías, emociones y creencias comúnmente aceptadas. Corresponde a la sociedad, a las organizaciones civiles, a los medios y periodistas comprometidos, a las universidades velar y exigir ese profesionalismo. El poder sólo quiere conquistar y conservar su propio poderío. El periodismo entrega información de la realidad inmediata a la sociedad que la crea y tiene derecho a ella.
Con información de Proceso.