Mientras maneja su moto por las calles de Tijuana, Dealer G. escucha en sus airpods una voz electrónica con las instrucciones de su destino.

Medio minuto antes de aventurarse hacia una nueva dirección, cargando un pedido con droga a domicilio, quita el forro verde de una hielera del Oxxo adaptada en un arnés sobre la llanta trasera de su moto, y lo intercambia por uno color naranja.

El disfraz perfecto de su vehículo queda listo; ahora sólo debe ponerse el casco y acelerar.

“Una vez me di cuenta que como Uber es más nice, disfrazo mi moto de eso cuando llevo coca, tachas o lsd. Y le pongo el forro de Rappi cuando voy a zonas medio jodidonas a entregar un cien de mota, por ejemplo.”

Dealer G. avanza entre los carros de la Vía Rápida de Tijuana, rompiendo las reglas de tránsito. Evade retenes de la Guardia Nacional, preguntando por una dirección ficticia, cuando se los topa de sorpresa al dar la vuelta en cualquier calle de Tijuana.

Da rodeos, brinca semáforos, pero siempre sigue la ruta que le indica la inteligencia artificial de sus audífonos.

“Yo siempre llego”, dice.

Entonces lo veo de reojo: en sus lentes negros se refleja un estacionamiento enorme, y los árboles del bulevar Sánchez Taboada que luce reventado de carros; a nuestra derecha sobresale El Minarete.

En sus dedos tiene una cucharita pequeña, la mueve raspando la orilla de su vaso y se lleva un bocado de nieve de mango a la boca.

“En Tijuana todo tiene una ruta, hasta la droga.”

UNA RUTA

En el Sureste de Tijuana sobran las casas donde se almacenan pacas de droga.

Su conexión con el Bulevar 2000 permite que por esas zonas muy poco vigiladas desde la policía, se introduzca a la ciudad toda la cantidad de enervante posible durante cada noche.

Atraviesan la oscuridad pasando por Natura Sección Bosques, cruzan Palma Real y entran a la ciudad, al núcleo urbano, por Delicias y Urbi Villas del Prado.

Las camionetas conducen por todo el paraje solitario hasta cualquier residencia con protección, que se ubique en el anillo Sur de la Delegación Sánchez Taboada.

Es común ver a vehículos sospechosos en fraccionamientos residenciales de la zona, llegando con pacas de droga tan grandes que deben descargarlas entre dos personas.

Desde esta área de la ciudad, plagada de residenciales con seguridad privada, la droga se reparte en maletas pequeñas mediante viajes casuales solicitados por aplicaciones móviles.

“Por lo general, esos traslados son sorpresivos”, explica ex Dealer L., sentado en el patio de un Centro de Rehabilitación.

En esas casas del Sureste tijuanense siempre hay por lo menos dos personas y un teléfono disponible. Pueden ser las 10 de la noche, la 3 de la mañana o las 4 de la tarde, cuando suene el teléfono con una instrucción precisa:

“En quince minutos llega un carro por ti. Tráete 4 tortas y 5 tamales.”

TORTAS Y TAMALES

En el mundo criminal siempre hay códigos. El Chapo, El Cabo 20 y La Narcomami son apodos inventados por el narcotráfico con la única intención de encriptar sus vidas, los hechos, y toda una herencia de fechorías del mundo delictivo en la cultura popular.

Para evitar a la policía se inventan claves, apodos y términos involuntarios que después los hacen leyendas sociales.

El delincuente común casi siempre tiene, por ejemplo, un apodo que reduce su nombre o le da un tono gringo. Si se llama Jaime, le apodan El Jimmy; Lucía, siempre es La Lucy; y Salvador, El Shava.

Pero si te llamas Rafael Caro Quintero, te llamarán El Príncipe. O si te bautizaron como Sandra Ávila Beltrán, serás La Reina del Pacífico. El privilegio de su fama, pues, radica en labrarse un apodo que los proyecte legendarios.

Es obvio imaginar, entonces, que si les da por inventarse un sobrenombre o cambiar de identidad para ocultar lo que son, también les da vergüenza lo que venden y trafican.

Como cualquier diccionario, el tijuanense del narco tiene variados sistemas de entendimiento:

Los Tucanes cantaron de sus tres animales: el perico, el gallo y la chiva. Los Tigres tienen el corrido de una camioneta cargada de fruta.

Entre la policía le dicen la vaca lechera. Los vendedores de la calle, hablan de la droga en términos de ramos de flores.

Pero los narcos en Tijuana, los que conducen estas casas de repartición, hablan de ella por el teléfono, en mensajes instantáneos y en las redes sociales, con referencias de comida mexicana.

Aprovechando el boom de las aplicaciones móviles de pedidos a domicilio, les llaman Tortas y Tamales:

“Una Torta son como 415 gramos de droga. De la que sea. Un Tamal son como 200 gramos más o menos”, confiesa Dealer J.

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