Cada vez que me encuentro o conozco a alguien que dice ser originario de Michoacán, me es inevitable esbozar una sonrisa curiosa y preguntarle exactamente de qué parte de aquel estado y comenzar así una plática que se puede tornar extensa. Depende del tiempo y el momento, claro está.

Me sucedía mucho antes, cuando mi equipo de futbol el ex Monarcas Morelia estaba en primera división y venía a Tijuana a jugar contra Xolos, el equipo de casa. En esos partidos solía dejarse venir mucha gente del otro lado, California principalmente. Era frecuente que durante el partido y al final del mismo se generaran estruendosas charlas con mis paisanos.

Morelia vs Tijuana.

Como aquella ocasión que conocí a “Miguelito”, una noche de noviembre de 2018, quien iba acompañado de sus padres y sus hermanitos más pequeños. Ellos estaban sentados una fila abajo de donde yo me encontraba; todos ellos ataviados con las prendas rojiamarillas del equipo.

Conforme fue pasando el partido, Miguelito y yo nos fuimos compenetrando no solo por el arraigo que ambos le teníamos al equipo, sino por reconocernos como michoacanos en casa ajena. A cada gol que anotaba nuestro equipo nos acoplábamos en sendos festejos y cuando el árbitro pitó el final del partido, nos fundimos en abrazos como si entre él, nosotros y su familia nos conociéramos de muchos años antes.

Y es que cuando uno está lejos de casa, por más que pasan y pasen los años, no deja de extrañar a su gente, a su familia, los amigos, las ciudades, la comida y nuestra comunidad en general. Pues es el territorio donde quedaron nuestras raíces y, como bien dice el dicho, “uno sale del barrio, pero el barrio no sale de uno” y que mejor que luego compartirlo con otro paisano que lo siente de la misma manera.

Entre todos esos encuentros fortuitos y espontáneos, hoy traigo a colación también la historia de don José, un michoacano que, como muchos de mis paisanos, un día emigró a Estados Unidos con el sueño de ganar billetes verdes y formar una familia. A él me lo encontré, o me encontró, en un taxi de camino hacia la Zona centro y la historia va más o menos así:

Un señor muy platicador en el taxi, después de que otra persona ya no lo peló en su diálogo, se volteó conmigo y me preguntó por mi nombre, a qué me dedicaba, de donde era y cuántos años tenía. Obviamente me sacó de onda, pero le contesté: “Me llamo Jaime Munguía, tengo 24 años, soy boxeador y pues soy de Tijuana”.

El señor se me quedó viendo extrañado, como procesando la información por un momento y luego me dijo: “Te estaba creyendo todo, hasta que dijiste ‘pues’ y eso suena más como de Michoacán”. “Pues sí (jaja), soy de Morelia”, le contesté.

Luego de esa introducción, el señor José —como me dijo que se llamaba– me platicó que también es michoacano, de Aguililla, y que tenía 12 años viviendo en Tijuana, pero estuvo durante 28 años en Chicago, hasta que lo deportaron. Pero pudo lograr poner una paletearía La Michoacana en la colonia Camino Verde, donde vive ahora con su esposa.

Chicago, Estados Unidos.

“¿Sabes cómo le hice para no caer en malos pasos y poder salir adelante en la ciudad?”, me preguntó en algún momento de la plática. “No tengo idea”, le repliqué.

Don José me contó que sabía bien que aquí los policías municipales son gachos con los deportados, que les quitan el dinero, sus pertenencias y les rompen sus documentos, y para evitar eso, en cuanto pisó suelo tijuanense, buscó un lugar donde enterró todo lo que traía, cerca de la rampa principal hacia la colonia Libertad.

Así, las veces que lo detenían, no había nada de valor que quitarle y solamente sacaba dinero o sus papeles cuando salía a pedir trabajo. El señor trataba siempre de darse un baño y vestir más o menos bien para evitar las detenciones policiacas. Así comenzó a trabajar en una paletería en la misma colonia Libertad. Sabía el oficio de familia, y fue como después se animó a tener su propio local, ya que su esposa se regresó para estar juntos otra vez.

“No soy millonario, pero estoy tranquilo y disfrutando la vida con mi esposa”, me dijo, luego de contarme a detalle todo su relato. Me congratulé por su historia y le felicité muy motivado por lo que había escuchado.

Antes de bajar del taxi me agradeció por escucharlo y finalmente dijo: “Tenía tantas ganas de platicarle esto a alguien, porque me siento orgulloso de haber logrado esto en Tijuana, y que mejor que habérselo contado a un paisano… cuando quieras una agüita o un helado, pues ya sabes, ahí te vamos a estar esperando”.

Todavía es fecha que no he podido ir a Camino Verde a buscar el local de mi amigo don José, pero me queda claro que ese día él también sintió la necesidad de vincularse con sus raíces y el universo nos puso en el mismo camino, ese que a veces la añoranza y la nostalgia recrean con su magia.

Sirva pues, esta pequeñita historia, para recordarnos siempre de dónde venimos y hacia dónde vamos, porque no todo dura para siempre (ya lo vimos con mi equipo). Sirva también, para saludar y reconocer el esfuerzo de todos aquellos paisanos que han salido de casa buscando una vida mejor y que en el paso de los días nos llevan a estos encuentros.

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